Luciano «Lucho» Cardozo es un vecino que se comunicó a través de nuestro correo electrónico para aportar un artículo a las páginas de El Diario de Escobar.
A continuación transcribimos el relato de Luciano, esperando que a ustedes les guste tanto como a nosotros.
La imágen es puramente ilustrativa.
Matar un pajarito
En el barrio cae el verano y con él, llegan de nuevo los pajaritos. Tímidos los primeros días, se esconden entre los arboles de la vereda y apenas hacen ruidos; pero a medida que avanzan los días, les gana el deseo de construir un nido y con ese deseo empujándolos desde adentro, se empiezan a soltar, a descuidarse.
Aletean fuerte para hacerse ver, vuelan entre las casas como tiros, pelean entre ellos por mínimos espacios desgarrándose a picotazos entre las hojas y cuando triunfan, se paran orgullosos en los cables de luz y cantan con todas las fuerzas que tienen sus cuerpos diminutos. Cantan hermosamente sin saber que así, se condenan, porque atraen un ruido más disparejo, un silbido que viene de abajo.
El silbido lo hace ese grupo de pibes que aprovechan la soledad del mediodía para caminar por la calle y sentirse dueños.
Estos pibes andan apretados en su grupo. En la forma de sus bolsillos se adivina la munición de piedras y bolitas. En el cuello o en sus dedos llevan su gomera. Esa i griega de madera es su rosario al dios de la caza.
Ellos caminan y miran, atentos, a ver si encuentran algún descuidado.
El grupo solo se queda quieto cuando los ojos navaja de uno se cruzan con el pajarito elegido para morir. Entonces la mano busca una piedra y la acomoda en el cuero de la gomera. Uno de los brazos queda firme sosteniendo la orqueta y el otro se tensa en el elástico. La mirada se afloja. Se ve que tiene miedo de fallar, de no darle y quedar en ridículo frente al resto. Tiene miedo de que la piedra quede volando en el vacío y reviente en algún techo de vecino.
Pero también se ve que este chico quiere, como nunca quiso algo, que la piedra encuentre su camino al gorrión. Entre la yema de sus dedos sostiene esa esperanza, y la sensación de tenerse así, tan chiquito entre sus dedos, de jugarse por un solo momento suyo, hace que algo le palpite por adentro.
Cuando se le aflojan los dedos, la tensión de uno de sus brazos se rompe y revienta el chicotazo de la gomera. La piedra encuentra su camino en el cuerpo del gorrión. Las costillas se le fracturan en navajas de hueso que lo atraviesan de lado. El cuello se le dobla para adentro y el pico le toca el corazón. Las plumas se le embadurnan en rojo. Cae el pajarito, y ahí lo rodean.
Esta es la primera experiencia de estos chicos con la muerte. Pero el pajarito no está muerto. se sacude un ala rota en el piso, negándose a morir.
Algunos de estos chicos ríen alegremente, otros quedan en un mutismo silencioso mientras miran al pájaro que tiembla. Una vez vi a uno de estos chicos largarse a llorar y correr para su casa. Porque para estos pibes, esta no es su primer experiencia con la muerte en el barrio. Esta es su primer experiencia con el sufrimiento del otro. Verlo al pajarito así, hecho plumas y sangre temblando en el piso les revelo una verdad. Les mostró que todos los seres vivos somos parecidos, iguales ante el dolor.
Por qué matar un pajarito nos muestra quienes son estos pibes. Hay chicos que ríen, pocos son los que lloran. La mayoría solo se queda mirando en silencio el sufrimiento del otro. El sufrimiento que ellos mismos provocaron sin saber bien el por qué.
María Elena Walsh tiene un poema de esto:
Al que mata pajaritos
Le brotará en el corazón
Una bala de hielo negro
Y un remolino de dolor.
Matar un pajarito siempre habla de nosotros frente al otro. De lo que matamos y muere en nosotros frente al dolor del otro. Porque mientras canten los pajaritos, abajo, en las calles del verano, siempre va a haber un grupo de pibes silbando, con la gomera atenta entre los dedos.
Autor: Luciano «Lucho» Cardozo