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martes, octubre 8, 2024
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    «Con la mente en blanco», un cuento de Diego Paolinelli

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    Despertó. Y apenas abrió los ojos, la luz lastimó sus pupilas. Trató de hacer foco sobre esa lámpara que estaba incrustada en el techo, asomaba como una media esfera.

    Giró sobre su cuerpo y se sentó sobre la cama… refregó sus manos sobre su cara, como haciendo un esfuerzo por reaccionar definitivamente. Tomó una gran bocanada de aire y volvió a abrir sus ojos.

    Se vio en el medio de una habitación que no tendría diez metros cuadrados. Pensó «estoy soñando»… parecía estar rodeado de un clima invernal. Todo era de un blanco muy intenso. Paredes, techo y hasta el piso.

    Una puerta ciega y sin picaporte de su lado, también blanca. Una pequeña mesa donde reposaba un vaso, un pequeño platillo con dos pastillas que tenían en relieve grabados, una «ALMUERZO» y la otra «CENA».

    Todo en un blanco inmaculado. La cama de hierro pintada de un blanco mate, el colchón, las sábanas y la almohada, también lucían en blanco. Se levantó y llegó hasta un rincón de la habitación, donde los sanitarios y las canillas también eran blancas. Se enjuagó la cara e hizo gárgaras con agua, luego se secó con una muy pequeña y delgada toalla… que no era para nada suave como su blanco color anunciaba.

    No encontró un espejo donde mirarse, entonces recorrió con la vista su cuerpo intentando reconocerse. Vestía una camiseta de mangas largas con un cuello redondo, que no tenían ninguna marca, un pantalón tipo pijama, un par de medias de algodón y unas pantuflas, todo en un blanco tan nítido, que si se paraba junto a la pared, parecería parte de ella. Por último miró su piel y a pesar de lo ajada estaba tan blanca, como alguien que jamás se expuso a los rayos del sol.

    Buscaba en su mente y no comprendía qué hacía allí, ni tampoco cómo había llegado a ese lugar. Intentaba con fuerzas recordar cuál había sido su error que merecía este castigo.

    Se sentó nuevamente sobre la cama y puso su cabeza sobre las manos, con los codos apoyados sobre las rodillas. Miró perdidamente el suelo, de un blanco tan brilloso que solo se veía interrumpido por el oscuro contorno de la sombra que producía su cuerpo al cortar la luz que provenía del techo.

    Sin encontrar respuesta se levantó abruptamente de la cama, golpeándola y corriéndola de su lugar unos centímetros. Instintivamente se agachó para volver a llevarla a su lugar, cuando descubrió un pequeño trozo de carbón que se había desprendido del interior de una de las patas.

    Lo levantó sutilmente, y lo acercó a sus ojos para verificarlo. Tenía el tamaño y la forma de la punta de un pincel pequeño. Entonces se acercó a una de las paredes, la única que estaba libre y sosteniendo el carbón ahora firmemente entre sus dedos pulgar e índice de la mano derecha, comenzó a trazar un recuadro muy grande, luego con la destreza de quien ya lo había hecho comenzó a dibujar.

    A los pocos minutos se podía ver una cabaña con humo saliendo por la chimenea, un frondoso árbol a un costado y un jardín florido en frente, más atrás unas montañas de picos nevados, de las cuales bajaba un pequeño arroyo de deshielo, pasaba a una escasa distancia de la casa y remataba sobre el borde inferior del recuadro.

    Entonces, cerró sus ojos apretando sus párpados con fuerza. Al abrirlos, la pintura había tomado forma y color… la cabaña de un marrón oscuro, las hojas del árbol tenían un verde oscuro, rojas eran las flores del frente, que se erguían sobre un césped verde brillante iluminado por un sol amarillo rojizo que asomaba tras las montañas y el arroyo de un azul por el reflejo de un cielo celeste sin nubes.

    Entonces decidió que lo que le hubiesen hecho para dejar su mente en blanco… no les bastó para eliminar los colores de su Alma.

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